Una Noche de 33 años

Un reportaje de Marlene Testa

Aquella mañana del 20 de diciembre de 1989, miembros de la familia de Mariscal  De León  desayunaban  en el  comedor de la casa, ubicada en Cerro Viento, distrito de San Miguelito. Era una mañana poco habitual; el cielo estaba cubierto  de enormes nubarrones  que parecían anunciar un descomunal aguacero, raro en esa época del año, ya empezada la estación seca.  Una tristeza inusual, como premonitoria, pesaba en el ambiente.

Marlene  rompió  el silencio  que sobrecogía aquella reunión familiar… ¿Por qué el día está así?, preguntó. “Eso se llama la patria mancillada”, respondió  José Mariscal, su tío político.  Para ese momento, la ciudad  se había convertido  en un charco de sangre; los hospitales estaban  abarrotados de muertos y heridos.  Los viejos caserones del populoso barrio de El Chorrillo  ardían en llamas.  Vecinos temblorosos corrían desesperados  para  salvar sus vidas dejando a su paso en el piso, en las aceras,  los cadáveres de amigos y familiares. “Nunca hubo tanta destrucción ni se perdieron tantas vidas humanas en toda la historia republicana”, comentaría después  José Luis Sosa, secretario de la Comisión del 20 de Diciembre de 1989.

El ejército más poderoso del mundo, con  un sofisticado armamento de guerra aún sin estrenar, más de veintiséis mil soldados y un excesivo uso de la fuerza,  bombardeó veintisiete áreas del país, con la excusa de proteger a sus ciudadanos, devolver la democracia  y capturar a un hombre -Manuel Antonio Noriega- que a diario  recorría  las fronteras de la extinta zona canalera donde estaban acantonados los soldados estadounidenses, y a quien los  mismos norteamericanos  habían formado como agente  de la Central Intelligence Agency (CIA, Agencia Central de Inteligencia). Noriega, de un momento a otro, se convirtió  en un peligroso enemigo por sus  vínculos con el  tráfico de drogas y armas, según sus propios mentores. Opiniones de expertos en geopolítica aseguran que el obediente militar aliado osó desobedecer las últimas órdenes de sus jefes del Pentágono.

La historia ha decantado conclusiones distintas sobre el verdadero propósito de la operación militar. “Querían dar un ejemplo a los latinos, sobre todo a Nicaragua, de que, a través del uso de la fuerza, los estadounidenses dominarían la región”, considera Gilma Camargo, abogada que interpuso un proceso por violaciones de los derechos humanos durante la invasión, y que logró que se condenaran las acciones de los estadounidenses en Panamá. La operación militar  sirvió para probar poderosas y novedosas armas y equipos  que serían usados en otros conflictos armados, como en el golfo Pérsico, considera  Camargo.

Treinta y tres años después  no existen datos exactos sobre el número de víctimas. Hay listas que se han levantado  con  errores, varias veces y por distintas organizaciones, donde hay personas que aparecen como muertas, pero en realidad están vivas. La Iglesia contó 341 civiles; el Instituto de Medicina Legal, 255; organismos de derechos humanos, más de  mil. Y existen  regiones del país  donde nadie ha entrado  a investigar qué ocurrió, como Darién, por ejemplo.

En uno de los testimonios más escalofriantes  que recogimos para esta historia, se asegura  que los norteamericanos  trajeron mil bolsas para cadáveres, pero se acabaron y no se molestaron en traer más. No se hicieron esfuerzos por contabilizar los muertos y recogerlos de manera digna. Y hasta se ha dicho  que hubo cadáveres que fueron arrojados al mar, aunque  esta información no se ha confirmado. “Yo he visto una fotografía donde se ven camiones de la Estrella Azul repletos de cadáveres”, aseguró Camargo. Y los desaparecidos nunca se han contado.

La invasión es un tema prácticamente desconocido para  niños y jóvenes de esta generación. Un episodio que, incluso quienes lo vivieron, prefieren no recordar ni contarlo a sus descendencias.

Tristezas de un cumpleaños inolvidable

A Eunice Escobar la masacre la marcó física y emocionalmente. “¡Dame fuerzas, Dios… ¡No puedo!”, decía, llevándose la mano derecha al rostro para que las cámaras no captaran sus lágrimas mientras la entrevistábamos. Pide agua para sosegarse, respira profundo y exclama: ¡Ahhh!… Momentáneamente está impasible y lista para revivir la pesadilla  de aquella noche decembrina, como seguramente habrá hecho en tantos años de obstinados insomnios.

A sus 23 años, Eunice estaba embarazada de nueve meses, aquel 20 de diciembre de 1989.  Vivía arrimada en uno de los cuartos de una casa de madera  frente a la cantina California en El Chorrillo. La noche de la invasión gringa descansaba intranquila en su cuarto, cuando escuchó una voz: “¡Pipona, pipona, nos estamos prendiendo!”.  Era su vecina, una anciana de setenta años de nacionalidad española.

El anuncio llegó  un poco tarde: ya no tenía cómo escapar del fuego que consumía las escaleras del viejo caserón de madera. Para salvar su vida debía lanzarse  del primer piso, aunque era una idea inaceptable, porque su embarazo estaba avanzado y temía perder su bebé. De repente, su mirada se dirigió a un poste del tendido eléctrico que estaba a unos metros del cuarto. Lo único que se le ocurrió  fue  llegar al balcón para  abrazarse al poste e intentar  bajar. Y aunque era peligroso, porque la madera de la casa  se  estaba  desprendiendo, no tenía  otra opción.  Así, ambas —la anciana y Eunice— se tomaron de las manos y  cruzaron entre las llamas para llegar a ese balcón. Ella recuerda bien cómo “la abuelita” la ayudó a treparse en el  poste de luz, y poco a poco fue  deslizándose. Recuerda que mientras descendía escuchó varios gritos… “¡Ayuda, me quemo!”.

Los alaridos  eran de  la anciana y de un  vecino policía.  Esos lamentos la hicieron perder el control y cayó al pavimento… “Me reventé al caer”, contó. En el piso, bañada  en  sangre, gateó  para acercarse a un soldado  estadounidense que la montó en una tanqueta y la trasladó al hospital Gorgas. Milagrosamente, el bebé se salvó y pronto cumplirá 30  años. Entre sollozos recordó: “Por ella —la anciana— estoy viva, pero yo no pude hacer nada para salvarla. Es un dolor muy grande que llevo dentro de mí, porque dejé dos personas  en la casa”, lamenta  una y otra vez.

Nuevamente  suspende el diálogo para quebrarse en llanto. Entre esas lágrimas rememora que la pequeña Lulú también murió quemada. Una  inválida, en silla de ruedas,  que gritaba desesperadamente “¡Auxilio, auxilio!”.  “Y Chichi, el paisano, también murió. Mi salvación fue el poste”, repite. Se levanta de la silla, prefiere huir de ese pasado, que como el de muchas víctimas, no tiene alivio. Camina lentamente, cojeando de su pierna derecha. Los gritos de la abuelita y el policía  la atormentan en las noches oscuras. ¡No puedo seguir contando  este tormento!”, dijo.

 Injustamente muertos, en una Causa Justa

“Lo que vivimos fue injusto; es por eso que a muchas personas les duele recordar ese episodio”, expresó María Lourdes Perea. Ella era una deportista destacada, selección nacional de baloncesto y de béisbol, que vivía en calle 27, El Chorrillo, con su hija de siete meses, sus padres y  sus hermanos. No le agrada conversar sobre la invasión, porque eso representa recordar las desgracias que les tocó vivir. Pero lo hace porque considera que los pueblos tienen que encontrarse con su historia.

María Lourdes reniega de la  acción militar… “los pobres no la pedimos, la pidieron otros”. Y describe la invasión como una noche negra, confusa, donde murieron muchos inocentes. Con rostro sereno, pero reflejando una tristeza insuperable, recordó los momentos más difíciles de su vida, cuando casi la pierde. Recuerda que esa noche hubo un apagón, todo quedó a oscuras, y luego  comenzaron los disparos. Los casquillos de las balas se escuchaban en el techo, como una lluvia de metal. ¿A dónde vamos a buscar refugio?, preguntó.  Al Puente de las Américas —que está cerca de El Chorrillo— contestó su padre.  La familia corrió con desesperación para salvar sus vidas, ella con su bebé en brazos, temiendo que una bala perdida los tocara, que una bomba les explotara; mientras corrían miraban atrás las casas quemadas; en el piso, los muertos; al frente, los soldados gringos. “Fue horrible, no estaba acostumbrada a ver tanta gente muerta”. Y, cuando menos lo esperaba, María Lourdes  pudo ver  cómo una tanqueta de guerra le pasó por encima a un auto con personas adentro. Los cuerpos quedaron hechos pedazos. Los gringos mataron a civiles inocentes por el solo hecho de que gritaban “yankee go home (yanki fuera)”, recordó.

No alcanzaron a llegar a su destino:  “En el puente había soldados del ejército estadounidense que empezaron a disparar, por lo que tuvieron que devolverse. Había mucha tensión en el ambiente…  nos decíamos ‘nosotros mismos  tenemos que buscar cómo salvamos’”, recordó  María Lourdes.   Al final la familia fue conducida por soldados norteamericanos a un albergue temporal, en un cuadro de fútbol. Allí comenzaron a buscar al resto de los familiares: los abuelos, los tíos y los primos, que también vivían en El Chorrillo.

De repente  suelta un grito apagado, un lamento incontrolable que viene acompañado de lágrimas.  Es cuando recuerda a  un primo que cumplía 19 años ese 20 de diciembre de 1989, recién graduado, que murió en un intento por proteger a su mamá  y a sus hermanos de un mortero.

Luis Aparicio  vivía en una barraca al  lado del Cuartel Central de las Fuerzas de Defensa panameñas. A la rústica vivienda  le cayó un mortero. Rápidamente el muchacho arrimó una mesa  para disminuir el impacto del proyectil y cubrir a su madre y hermanos.  Logró salvar la vida de su familia, pero perdió la suya  “Mi tía vio morir a su hijo”, relató María Lourdes.  Y, lo más triste,  hubo que dejarlo en la barraca, porque se prendió, y la tía y los primos salieron por la ventana. Pero no lograron sacar el cadáver del muchacho. Y nunca más se pudo encontrar su cuerpo, “no hemos podido enterrarlo”, dijo  visiblemente afligida.

Desgracia en Navidad

Abdiel Vargas era un niño de doce años que esperaba con ansias la Noche Buena.  A tan solo seis días de la fiesta, el árbol navideño estaba cargado  de regalos. Él estaba convencido de que ese  año (1989)  tendría una Navidad inolvidable. Pero todo cambió la noche del 19 de diciembre. Él vivía en uno de los apartamentos de  calle 25, en El Chorrillo. La noche de la invasión, Abdiel adornaba el árbol navideño.  En el apartamento del muchacho, la familia  ultimaba los detalles para la celebración de la  fiesta cristiana.

A eso de las 11:30, Abdiel  decidió darse un baño antes de dormir. Pero, minutos después de acostarse —a eso de las 11:45— sintió una punzada en la pierna y se encontró con que estaba herido, manaba sangre a chorros.  Una bala entró por la parte de atrás del apartamento donde vivía e impactó  su pierna, cuenta, en el mismo apartamento donde vivió ese triste episodio de su vida, y donde realizamos esta entrevista.  En pocos minutos el apartamento  se incendió, lo perdieron todo, muebles,  juguetes, la bicicleta que tanto deseaba, rememora.  “Fue una Navidad de desgracias, nunca esperaba ser herido”, comentó  Abdiel.

La invasión había sido ordenada para la una de la madrugada por el presidente de Estados Unidos, George Bush, como lo establecen documentos oficiales del Departamento de Estado.  Pero los ataques arrancaron  pocos minutos antes de la media noche, como confirman residentes de El Chorrillo. Todo temblaba.  Las explosiones del ataque aéreo y de la artillería gringa quedaron registradas  por un sismógrafo de la Universidad de Panamá, como fuertes movimientos sísmicos.

El pecado de la pos-Invasión

Las historias de las víctimas de la invasión revelan los traumas emocionales  que dejó aquella descomunal e injusta operación militar,  y  la falta  de apoyo de seis  gobiernos panameños pos-Invasión —Endara, Pérez Balladares, Moscoso, Torrijos, Martinelli y Varela— para ayudarlos a  recuperar  una  vida digna, y para que se conozca el destino de los seres queridos de los que nunca más tuvieron noticias, saber dónde están los cadáveres de sus familiares.

En treinta y tres años no se ha tenido la voluntad ni  el tiempo  para investigar  el número de víctimas, los perjuicios y  las violaciones  a los derechos humanos. En gran parte por la  debilidad de las organizaciones, y a  que nunca ha sido una prioridad estatal  realizar estas investigaciones.  La  dejadez  del Estado está influenciada por la presión histórica de las relaciones entre Panamá y los Estados Unidos. “Creemos que, si hacemos una investigación, los Estados Unidos se van a molestar”, se le ocurre pensar a  Sosa. Pero este razonamiento no tendría sentido porque un país serio, ante una catástrofe como la invasión, debe responder por sus ciudadanos, advierte él mismo.

Lo más triste  -o tal vez lo peor-  es que después de tanto tiempo,  es mucho más difícil reunir la documentación que se requiere, para la tarea de darle a los panameños la certeza de que tantos muertos no pueden quedar en el olvido, y que sus memorias son fundaciones amorosas sobre las que debe escribirse la historia, y levantarse el futuro de la nación panameña.

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